Ir al contenido principal

La regla de oro en el noviazgo cristiano

  ¿Alguna vez te pusiste a enumerar cada uno de los consejos que te han dado sobre el noviazgo? ▪         Estén de novios al menos un año ▪         No estiren el noviazgo más de un año. ▪         Salgan siempre en grupos, con amigos. ▪         Asegúrense de tener un tiempo a solas también. ▪         No se besen antes de casarse. ▪         Pero, ¿cómo pueden saber si hay "química" entre ustedes si no se besan? ▪         Dejen en claro cuáles son los límites. ▪         No hagan exactamente lo que otros hicieron. ▪         Pasen mucho tiempo juntos. ▪         Midan la cantidad de tiempo que pasan juntos. ▪         Conozcan a varias personas antes de comprometerse con una. ▪         Mejor no traten de conocer a nadie hasta que estén realmente listos para casarse.  La lista podría seguir. De hecho, si eres parte de una comunidad cristiana, seguro tengas más cosas para agregar. El punto es que, aunque entre cristianos todos sigamos a Cristo, leamos la misma Biblia y tengamos un mis

Los dos amos, el fruto y el salario



En “otras épocas”, cuando los novios no podíamos encontrarnos personalmente porque vivíamos a muchos kilómetros de distancia, nos escribíamos cartas. La imposibilidad de encontrarnos y la necesidad de hablarnos dejaban, con el tiempo, un documento de gran valor al que uno puede recurrir y volver a leer; algo precioso que lo pueden encontrar más tarde los hijos, nietos y bisnietos. De forma similar nos sucede con la epístola a los Romanos. El apóstol Pablo deseaba ir a Roma para ministrar y ser ministrado por los hermanos, pero se vio impedido (ver Romanos 1:9-15). Esta epístola es una bendición para nosotros hoy; ¡nada menos que una carta inspirada por Dios!
El apóstol usa imágenes cotidianas para los romanos, con el objetivo de que entiendan verdades importantes de la Palabra de Dios, y cómo estas se aplicaban a sus vidas. De esta manera, toma un ejemplo muy conocido para su cultura: la relación entre amos y esclavos. Leamos Romanos 6:19- 23:
“Hablo como humano, por vuestra humana debilidad; que así como para iniquidad presentasteis vuestros miembros para servir a la inmundicia y a la iniquidad, así ahora para santificación presentad vuestros miembros para servir a la justicia. Porque cuando erais esclavos del pecado, erais libres acerca de la justicia. ¿Pero qué fruto teníais de aquellas cosas de las cuales ahora os avergonzáis? Porque el fin de ellas es muerte. Mas ahora que habéis sido libertados del pecado y hechos siervos de Dios, tenéis por vuestro fruto la santificación, y como fin, la vida eterna. Porque la paga del pecado es muerte, mas la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús Señor nuestro.”
Pablo les quería enseñar que todas las facultades humanas siguen bajo la influencia del pecado, que puede seguir atacando y afectando al creyente mientras esté en su cuerpo mortal. El cristiano todavía está en un cuerpo que es susceptible al mismo, por cuanto es débil, pero tenemos un abogado, que es Cristo, el cual es la propiciación por nuestras transgresiones (leer 1 Juan 1:7-10 y Juan 2:1-2).
No obstante, aunque la presencia del pecado no está abolida, mientras estemos en este cuerpo mortal, hay una verdad que debemos saber y poner en práctica para que transforme nuestras mentes y cambie nuestras acciones, la misma que los hermanos de Roma debían conocer (recuerde que la doctrina no es para alimentar nuestro intelecto, sino para vivirla). Esta verdad es la siguiente:
Existen dos “amos”, dos trabajos, dos beneficios o consecuencias y dos retribuciones o salarios.

El amo del pasado
En el pasado, tuvimos un amo malvado, cuyo nombre y apellido es “Pecado, Inmundicia, Iniquidad”. Es tanto el interno como el externo, que mora en nosotros (ver Romanos 7:18).
¿Qué es el pecado? Es errar al blanco, no dar la gloria a Dios, no dar a Dios el crédito que se merece. Es desobedecer a Dios, salir de bajo la autoridad de Dios, transgredir la ley de Dios, que se resume en amar a Dios con toda el alma, con toda la mente y con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a sí mismo (leer 1 Juan 3:4). El pecado es tratar de satisfacer el deseo de los ojos, el deseo de la carne y la vanagloria de la vida (ver Génesis 3:6; 1 Juan 2:16), poner lo que yo deseo por encima de lo que Dios quiere y de lo que beneficia a mi prójimo.
El viejo amo era el pecado; él nos dominaba y controlaba, no podíamos dejar de llevar a cabo sus deseos y de poner por encima de la voluntad de Dios y del prójimo su propia voluntad. Hemos tenido la oportunidad de ver a un niño pequeño que dice: “Yo quiero hacer lo que yo quiero”.  Nosotros nacimos esclavos de “hacer lo que nosotros queremos”, y con la incapacidad de hacer lo que Dios quiere. Impedidos de hacer lo correcto y de tener las motivaciones correctas.
En nuestro pasado, habíamos sido esclavos del pecado y libres acerca de la justicia, es decir, sin conexión con la justicia, sin deseo ni capacidad de cumplir los requisitos de ella. El inconverso no se siente obligado a obedecer la justicia, sino que su deseo es obedecer la injusticia. Según los griegos, “justicia” es dar a Dios y al hombre lo que les corresponde. La justicia es cumplir la ley, resumida en el primer y segundo mandamiento (ver Marcos 12:28-31), es poner mi deseo por debajo de los deseos de Dios y los intereses del prójimo. Es decir, cuando nuestro amo era el pecado, no podíamos ni queríamos cumplir el primer y segundo mandamiento, ni aun ninguna parte de la Ley. Nacemos en esclavitud del pecado, no podemos en nuestras fuerzas amar a Dios y al prójimo, y tampoco podemos, en nuestras fuerzas, cumplir la perfecta Ley de Dios, ¡ni siquiera sentimos la obligación de hacerlo! De la misma manera que los hermanos de Roma, en nuestro pasado, bajo esta esclavitud, continuamente poníamos a disposición de nuestros propios deseos todo nuestro cuerpo, toda nuestra humanidad. Nos dedicábamos a hacer lo que queríamos, a satisfacer nuestra maldad interna y externa.
La persona no regenerada, al practicar su pecado, trae como consecuencia mayor iniquidad. El pecado se va reproduciendo a sí mismo hasta destruir a toda la persona como lo hace un cáncer, que empieza como un pequeño grupo de células, pero luego hace metástasis por todo el cuerpo. Se va incrementando, se va profundizando como un espiral descendente, de manera personal y también alcanzando a toda la sociedad. Es un proceso invasivo e irreversible de corrupción cada vez mayor en la persona. El resultado final del pecado es muerte espiritual y tormento en el infierno, y no hay ningún fruto, es decir, ningún beneficio. La “paga” era el sueldo que se le daba a un soldado, la compensación justa y debida. El pecado merece la muerte, es su retribución debida. Nuestro derecho es morir y recibir la condenación eterna de estar separados para siempre de la presencia de Dios.
Sin embargo, Pablo hace un enorme contraste entre el pasado y el presente de los hermanos de la iglesia en Roma.

El amo del presente
Pablo enseña a continuación, en la carta a los romanos, que en su presente inmediato, es decir, ahora mismo, tienen un nuevo y benévolo amo: Dios. Ahora son siervos de Dios y su antigua relación con su viejo amo ha sido extinguida. Su libertad del pecado es un hecho, una realidad, el cristiano ya no es su súbdito impotente, puede decir: ¡No! Es una acción completa en su totalidad, y el sujeto recibe la acción; no es algo que depende de uno mismo. El que ha creído en Cristo ha sido libertado de la condenación del pecado y de su dominio y ha sido hecho esclavo de Dios: debe obediencia y lealtad a Dios. Con un nuevo amo y un nuevo trabajo, estos hermanos sabían que debían presentar de manera urgente sus miembros para servir a la justicia. La vida de justicia lleva a una mayor justicia, como un espiral ascendente. Dios nos sacó de la esclavitud del pecado para ser esclavos de Él, y servir a la justicia. No hay “limbo” tal como “quedé liberado del castigo del pecado y ahora vivo como quiero”, sino que paso de servir al pecado para servir a la justicia. Si verdaderamente soy un hijo de Dios, doy evidencia de ello por abandonar el pecado y obedecer de manera creciente a Dios, no sólo externamente, sino también con mi mente que se va transformando; es un cambio de adentro hacia afuera. Incluso ahora hay vergüenza por la vida pasada.
¿Cómo podemos poner a disposición de la justicia nuestros miembros?
Antes, nuestros ojos podían tener la tendencia de mirar ciertos programas de T.V., donde se exalta el pecado (fornicación, adulterio, pornografía, mentira, homosexualidad, hedonismo, y más). Nuestros ojos deseaban libros con enseñanzas ajenas a la Palabra de Dios. No debo poner más al servicio del pecado mis ojos. ¿Qué cosas voy a mirar ahora? ¿Qué cosas son dignas de recibir mi atención?
Cuando la boca servía al viejo amo, estaba a disposición del chisme, de la queja, de la murmuración. Incluso disfrazándose de “piedad”, tal vez “pidiendo oración” por alguien para introducir un comentario que no agrada a Dios. Estando al servicio de la justicia, el Espíritu Santo nos advierte de ese pecado, justo cuando aparece la oportunidad. Debemos cambiar nuestras palabras por aquellas que sean de edificación para los oyentes y por aquellas que son de gratitud y alabanza a Dios.
Si bajo la servidumbre tirana del pecado se hacía el trabajo para mi auto satisfacción, para ser alabada por los demás, ahora el trabajo debe hacerse para compartir con los que tienen necesidad y para ganar amigos para el Reino de Dios. En el pasado sin Cristo, la esposa tenía la continua tendencia de mandar o manipular a su esposo, para cumplir su voluntad. Al servicio de Dios, esa esposa se someterá de manera voluntaria y feliz al liderazgo de su esposo. En las relaciones interpersonales, cuando hay esclavitud a los propios deseos, toma el “control” el orgullo, queriendo ser mejor que los demás, queriendo defender los derechos propios, reaccionando con irritabilidad o caprichos cuando no se cumplen las expectativas propias. Sin embargo, en esta nueva vida, el cristiano tiene la capacidad dada por Dios de someterse unos a otros en el temor del Señor. En la anterior esclavitud, la mujer es víctima de querer ser el centro de atención para despertar el deseo de los hombres y la admiración, y envidia, del resto de las mujeres. Ahora mismo, para la mujer que tiene como Señor a Cristo, el foco apunta a aquel en quien tenemos que depositar nuestro deseo y admiración: nuestro maravilloso Dios y Salvador, Jesucristo.
Esta nueva vida sirviendo a Dios tiene un verdadero beneficio y consecuencia: la santificación, que es un proceso, y no un estado acabado; es un camino para convertirse en un hombre perfecto igual a Cristo. Así como se espera que un limonero dé como fruto limones, porque está en su naturaleza, en su ADN, el cristiano evidencia que lo es porque se va observando progresivamente, y cada vez de forma más nítida, la imagen de Cristo en su vida.

La remuneración no merecida
Como esclavos de la justicia y siervos de Dios, en lugar de recibir un salario nos es dado un don gratuito: “carisma”, regalo totalmente inmerecido que recibía el ejército de parte del emperador en la ascensión al trono del mismo o en el cumpleaños. Se les entregaba una suma de dinero que no era parte del sueldo, sino un regalo voluntario, un don, un acto de benevolencia y gracia del gobernante. El don que recibimos del Rey de reyes, nuestro nuevo amo, es la vida eterna, es decir, gozar y disfrutar de la presencia y comunión con Dios eternamente. Cristo Jesús, nuestro Señor, es la fuente del regalo. Jesucristo es el único camino que nos lleva del pecado a la justicia, de la condenación a la salvación, de la muerte eterna a la vida eterna. Él se entregó voluntariamente en nuestro lugar para que su justicia fuera imputada a nuestro favor y nuestro pecado fuera puesto sobre Él. Los que hemos creído en Cristo, los justificados y santos, ¡somos libres del pecado y siervos de la Justicia! El creyente verdadero puede decirle “NO” al pecado porque ya no lo domina; se avergüenza de su anterior vida de pecado y está en un proceso creciente de ser cada vez más parecido a Cristo, su nuevo y amoroso amo que le da el regalo inmerecido de la vida eterna; ahora tiene la capacidad provista por Dios para no obedecer al pecado y sí obedecer a su nuevo amo: Dios.
“Pero gracias a Dios, que aunque erais esclavos del pecado, habéis obedecido de corazón a aquella forma de doctrina a la cual fuisteis entregados; y libertados del pecado, vinisteis a ser siervos de la justicia.” (Romanos 6:17- 18)
Los hermanos de Roma habían demostrado tener una fe genuina. La fe y el creer al evangelio son sinónimos de obedecer, experimentar un cambio de 180 grados. Ellos habían creído la doctrina, la verdad de Dios, el Evangelio, lo que enseñaron los apóstoles, y eso había transformado su manera de vivir. Cuando en los versículos citados anteriormente se habla de la “forma de doctrina”, hace referencia a un “tipo”, es decir, un molde en donde se vertía un metal fundido para que tomara una forma deseada. De esta misma manera, el creyente fue volcado como un metal fundido dentro de un nuevo molde para tomar una nueva forma; este es el molde del Evangelio usado para tomar la forma que Dios desea: ¡la de Cristo! (ver Romanos 12:1, 2). Para no tomar la forma de este sistema y no amoldarnos al mundo, nuestra mente debe irse transformando, y debemos pensar como lo hace Cristo. De esta manera vamos a experimentar la voluntad de Dios, avanzaremos en el espiral ascendente de la santificación, y seremos cada vez más parecidos a Cristo.

Invitada especial: Carolina de Harris – Segundo encuentro de mujeres 2019.

Comentarios